La violencia es, por desgracia, un rasgo permanente de nuestros tiempos. A las guerras interestatales se le suman con fuerza creciente los enfrentamientos violentos que se producen en el interior de diversos países, con el agravante de que se prolongan sine die y de que apuntan de manera cada vez más clara a la población civil como objetivo preferente. Y todavía hay que añadir más recientemente el auge de una violencia anónima y diaria en lugares donde no cabe decir que exista una guerra, pero donde se registra un número de víctimas que supera al de muchas guerras.

Frente a este inquietante panorama la búsqueda de la paz es un imperativo cada día más imperioso. Una paz que aspire a algo más que la ausencia de violencia y que no se limite a atender sus aspectos más visibles con respuestas meramente securitarias. Es preciso no solo conocer las causas estructurales que llevan a individuos o grupos a optar por la violencia como método para lograr sus objetivos, sino también activar mecanismos sociales, políticos, económicos y diplomáticos para, idealmente, abortar esas dinámicas antes de que estallen violentamente o, al menos, reducir sus efectos para poder llegar a un acuerdo que permita encontrar una salida.

Disponemos de la capacidad analítica suficiente para conocer los procesos que conducen a la violencia y a la paz. Disponemos igualmente de los medios necesarios para actuar antes, durante y después de que los conflictos violentos estallen. Lo que falta en gran medida es la activación de la voluntad política que, con visión multilateral y multidimensional, ponga todo ese conocimiento y esos instrumentos al servicio de una paz justa, global y duradera. Ese es el principal reto de nuestros días.